Había en el campo un señor llamado Bebe, que vivía con toda su familia, y era el encargado de los caballos y la hacienda. Apenas amanecía, ensillaba los caballos para que saliéramos todos a acompañar su tarea. Era para mí una fiesta. Salir al campo, arriar las vacas, las ovejas, colaborar en la vacunación de los animales. Bebe me mostró por primera vez el amor por los animales, en especial por los caballos. Y ese ritual diario que significaba salir todos juntos al campo.

Más tarde otro maestro llegaría a mi vida: el deportivo. El que me enseñó a jugar al hockey, a ponerle garra, a moverme con lluvia o con frío, a comprometerme con mis compañeras, los viajes, los partidos y el entrenamiento. Jorge del Río, un excelente entrenador. A él le debo una gran enseñanza que hoy es una de mis fortalezas: me enseñó a jugar en equipo. Paradójicamente (o todo lo contrario) siempre jugué de 5: armadora. Amo formar equipos, trabajar con otros, crear jugadas y dar oportunidades para que otros hagan goles. Y sin dudas, esta habilidad que parecería innata, tiene sus raíces en tantos partidos jugados durante mi infancia y mi adolescencia, cuando ni siquiera imaginaba la importancia que tendría con los años.

Hoy quisiera reivindicar a esos maestros de mi vida, a los que me enseñaron a encastrar piezas fundamentales para armar la persona que soy hoy. El amor por la tierra, por el campo, por los caballos.

A los 17 años mi papá me enseñó a manejar. Pero no fue solo eso. Me enseñó la prudencia, el respeto por el otro y a estar atenta a las señales. Mi mamá le sumó la solidaridad al manejo y fue siempre un ejemplo de estar dispuesta a llevar y traer. Y en ese llevar y traer aprendí inglés, francés, tenis, danza y la importancia de sostener a mis hijos en todas sus actividades.

Hoy le dedico la columna a esos maestros silenciosos de la vida, los que no saben que están marcando tu camino, los que sin darse cuenta forjaron en mí el espíritu de equipo, solidario y amante de la tierra.

Hasta la próxima semana,

Angie.